Mensajes para el recuerdo.

Como cada mañana, y de manera rutinaria, tomé el autobús que me llevaba directo al trabajo —uno de esos que no te apasiona pero que te permite vivir cómodamente—.

Parecía uno de esos días tristes; aquellos en los que el cielo estaba cubierto por un gran cúmulo de nubes grises y ningún rayo de sol se atrevía a asomar. Además, soplaba un viento huracanado que te helaba los huesos y dejaba a su paso olor a tormenta.

A esas horas, el transporte público siempre estaba lleno de personas que iban a trabajar. Era habitual no encontrar un asiento libre para sentarse, pero, en realidad no me importaba, porque era la manera de despejar mi mente a esas horas tan tempranas, y conectar con la realidad. Permanecer de pie lo consideraba, en parte, estimulante. Me ayudaba a prepararme para la jornada laboral que me esperaba.

Aquel día algo llamó mi atención. Validé mi viaje de autobús, pero, en vez de los habituales números que solían aparecer en la parte posterior de la tarjeta indicando los datos correspondientes a: fecha, hora, estación y números de viajes que restaban, aquel día algo inusual quedó impreso. Era un mensaje: «Diputación120 1830mar».

Aquello me desconcertó. Parecía una dirección seguida, al parecer, de una hora.

Llegué a mi destino y, durante los cinco minutos que anduve hasta llegar al trabajo, no dejé de pensar en ello hasta que, finalmente, la rutina se apoderó de mi mente viéndome inmerso en las obligaciones que mi trabajo, en la cadena de montaje, exigía —era una ocupación tan mecánica y repetitiva que era imposible olvidar cuál era tu función allí—.

No volví a pensar en aquel suceso hasta que al día siguiente se mostró un nuevo mensaje: «Rogerdelluria234 1800montaña».

Aquel día decidí acudir al punto de encuentro con la sorpresa de encontrar una mujer, de unos setenta años de edad, parada en medio de la acera con una tarjeta de metro en la mano. Parecía confusa, como si su mente estuviera ausente o en otro mundo. Me acerqué a ella con precaución, pues no pretendía asustar, y le pregunté si necesitaba ayuda. Ella, con voz frágil y mirada perdida, me contestó que no conseguía recordar hacia dónde se dirigía. 

Al momento, comprendí que debía ayudarla. La tomé del brazo e invité a sentarse en un banco cercano hasta que consiguiera recuperar la memoria, pero pasaron más de veinte minutos y, por desgracia, continuaba sin recordar nada. Avisé al servicio de emergencias, que no tardó ni cinco minutos en presentarse y hacerse cargo de la situación.

Al día siguiente, acudí a otra dirección y, me encontré a una nueva persona con la misma situación: no recordaba quién era, dónde se dirigía o porqué estaba en la calle en vez de estar en casa.

Los mensajes continuaron apareciendo hasta que se agotaron los viajes y yo, continué acompañando a cada una de esas personas en su camino hacia el recuerdo.

Después de aquella semana entendí que, el universo, por algún motivo incomprensible a mi razón, trataba de mostrarme una nueva vocación; una que consistía en ayudar a las personas.

Desde entonces, ya no volví a coger la misma línea de autobús, sino una distinta hacia un nuevo trabajo mucho menos mecánico y más humano.

Presentado en el 16º Concurso de Relatos Cortos de TMB

es_ESSpanish